Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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--¿Por qué?
--Porque os halláis en vuestra casa. --Por delicada que sea, me hago cargo de ella.
--¿Imagináis, por ventura, que me habría mostrado tan franco con otro que no vos?
--¡Cómo! ¿vos franco para conmigo cuando os negáis a darme la más pequeña luz?
--Oíd, pues.
--Esto ya es distinto.
--¿Queréis que os diga cómo hubiera yo obrado con otro que no vos, monseñor? Pues bien, hubiera lle-
gado a vuestra puerta, una vez hubiesen salido vuestros amigos, y si no hubiesen salido, los habría esperado
a su salida para tomarlos unos tras otros como conejos al abandonar su gazapera, y los hubiera puesto a
buen recaudo; luego me habría tendido sobre la alfombra de vuestro corredor, y con una mano sobre vos,
sin que vos os dierais cuenta, os hubiera guardado para el almuerzo del amo. De esta suerte se evitaba toda
defensa, todo escándalo, todo ruido; pero en cambio ni una advertencia para el señor Fouquet, ni una reser-
va, ni una de las atenciones delicadas que las personas corteses guardan entre sí en el momento decisivo.
¿Os place mi plan?
--Me hace estremecer.
--¡Qué triste hubiera sido para vos el que yo me hubiese presentado mañana, sin preparación, y os hubie-
ra pedido vuestra espada!
--Me habría muerto de cólera y vergüenza.
--Expresáis con sobrada elocuencia vuestra gratitud; pero tened por seguro que no h&hecho lo bastante.
--No seré yo quien tal cosa afirme, señor de D'Artagnan.
--Pues bien, monseñor, si estáis satisfecho de mí, si estáis repuesto de la conmoción que he suavizado
cuanto he podido, dejemos que el tiempo bata sus alas; estáis quebrantado y tenéis que reflexionar, dormid,
pues, os lo ruego, o haced que dormís, sobre vuestra cama o entre sábanas. Yo dormiré en ese sillón, y
cuando duermo, mi sueño es tan pesado que no me despertarían ni a cañonazos.
Fouquet se sonrió.
--Sin embargo, exceptúo el caso que abran una puerta, secreta o visible, de salida o entrada, porque os
advierto que en este punto mi oído es vulnerable de manera extraordinaria. Id y ve nid, pues; paseaos por el
aposento, escribid, borrad, romped, quemad; pero no toquéis la llave de la cerradura, ni el botón de la puer-
ta, porque me haríais despertar sobresaltado, y esto me excitaría horrorosamente los nervios.
--Realmente sois el hombre más ingenioso y cortés que conozco, señor de D'Artagnan --dijo Fouquet. -
-Sólo me dejaréis un pesar, el de haberos conocido tan tarde.
D'Artagnan exhaló un suspiro que quería decir: ¡Ay! tal vez me habéis conocido excesivamente pronto.
Luego se arrellanó en su sillón, mientras Fouquet, semi acostado en su cama y apoyado en el codo, medita-
ba en lo que le estaba pasando.
De este modo, custodiado y custodia dejaron arder las velas y aguardaron la luz del alba; y cuando Fou-
quet suspiraba demasiado alto, D'Artagnan roncaba con más fuerza.
Ninguna visita, ni la de Aramis, turbó su quietud, ni se oyó ruido alguno en el inmenso palacio.

LA MAÑANA

El joven príncipe descendió de la habitación de Aramis, como el rey había descendido de la mansión de
Morfeo. La cúpula bajó, obedeciendo a la presión de Herblay, y Felipe se encontró ante la cama real, que
había subido nuevamente, después de haber dejado a Luis XIV en las profundidades del subterráneo.
Solo, en presencia de aquel lujo, solo ante su poder, ante el papel que iba a verse forzado a desempeñar,
Felipe sintió, por primera vez abrirse su alma a las múltiples emociones que son los latidos vitales de un
corazón de rey; pero palideció al contemplar aquella cama vacía y aun arrugada por el cuerpo de su herma-
no.
Felipe se inclinó para examinar mejor la cama, y vio el pañuelo todavía humedecido con el sudor que co-
rriera por la frente de Luis XIV. Aquel sudor aterró a Felipe como la sangre de Abel aterró a Caín.
--Heme aquí cara a cara con mi destino --dijo entre sí Felipe, pálido y con las pupilas ardientes. --¿Será
más terrible que no doloroso ha sido mi cautiverio? ¿Obligado a seguir a cada instante la soberanía del
pensamiento, daré eternamente oído a los escrúpulos de mi corazón?... Sí, el rey ha descansado en esta
cama; su cabeza ha impreso esta concavidad en la almohada, y sus amargas lágrimas han humedecido este
pañuelo... ¡Y vacilo en acostarme en esta cama, en apretar entre mis dedos este pañuelo que ostenta las
armas y la cifra del rey!... ¡Oh! imitemos al señor de Herblay, que dice que la acción debe siempre
adelantarse un grado al pensamiento; sí, imitemos al señor de Herblay, que siempre piensa en sí mismo y se
tiene por hombre honrado cuando sólo contraría o vende a sus enemigos. Esta cama yo la habría usado si
Luis XIV no me lo hubiese impedido con el crimen de nuestra madre; sólo


 

 
 

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